7º Congreso Misionero Latinoamericano  (CoMLa 7)

2º Congreso  Americano Misionero (CAM 2)

1. Encuentro con Jesucristo vivo: conversión, comunión, solidaridad

 

Objetivo:

 

Compartir las experiencias de encuentro con Cristo desde la comunidad, en vistas a una auténtica comprensión y vivencia de la misión.

 

1. Escuchemos el mensaje cristiano

 

La última recomendación de Jesús resucitado a sus discípulos fue la de anunciar el Evangelio a todas las naciones y en todos los tiempos. Ese envío original de Jesús sigue resonando en nuestros oídos y en nuestros corazones para asumir, al inicio del tercer milenio, la tarea de la nueva evangelización en América. Evangelizar constituye la dicha y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda y su misión específica (EN, 14).

 

El origen y centro de la evangelización es Jesucristo y el núcleo vital de la nueva evangelización ha de ser, entonces, el anuncio claro e inequívoco de la persona de Jesucristo, es decir, el anuncio de su nombre, de su doctrina, de su vida, de sus promesas y del Reino que El nos ha conquistado a través del misterio pascual (EAm, 66). Él es el rostro humano de Dios y el rostro divino del ser humano. Cristo ha de ser anunciado con gozo y con fuerza, pero principalmente con el testimonio de la propia vida como resultado de un encuentro personal con Él (EAm, 67).

 

El Nuevo Testamento narra con frecuencia que hombres y mujeres tuvieron un encuentro especial con Jesús. Son encuentros que transforman la vida de las personas y que señalan un nuevo rumbo para el curso de sus acciones. En estos encuentros, incluso los que se narran antes del relato de la resurrección, se muestra cómo la fuerza del Espíritu cambia la vida de los y las que se abren a su palabra. Entre los más significativos está el de la mujer samaritana (cf. Jn 4, 5-42).  Jesús la llama para saciar su sed, que no era sólo material, pues, en realidad, “el que pedía  beber, tenía sed de la fe de la misma mujer”. Al decirle “dame de beber” (Jn 4,7) y al hablarle del agua viva, el Señor suscita en la samaritana una pregunta, casi una oración, cuyo alcance real supera lo que ella podía comprender en aquel momento: “Señor dame de esa agua para que no tenga más sed” (Jn 4,15) (EAm, 8). Pero el NT también nos habla de otros encuentros transformadores con Jesús como es el caso de Zaqueo (Lc 19,1-10), de María Magdalena (Jn 20,17),  de Pedro en la noche de la pasión (Jn 18,15-18), de los discípulos en el camino de Emaús (Lc 24,13-55), del apóstol Pablo (Hech 9,3-30), y tantos otros. Sin embargo, también hay quienes se resisten, pues el Señor respeta la libertad de las personas. Esta resistencia es manifestación del pecado o de forma más concreta, del apego a las riquezas, de la confianza en las seguridades humanas más que en el poder de Dios (Lc 18,18-23)..

 

Los cristianos y cristianas encontramos a Jesús en la Iglesia. Se le encuentra en la Sagrada Escritura, leída a la luz de la Tradición, de los Padres y del Magisterio, profundizada en la meditación y la oración (2 Pe 1,20). El encuentro con Jesús se da en la sagrada Liturgia. Cristo está presente en el celebrante que renueva en el altar el mismo y único sacrificio de la Cruz (1 Cor 11,23-25); está presente en los Sacramentos en los que actúa con su fuerza eficaz. Cuando se proclama la Palabra, es Él mismo quien nos habla. Está presente en la comunidad, en virtud de su promesa: “Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20). Está presente, sobre todo, bajo las especies Eucarísticas (Mc 14,22-25). El encuentro con Cristo se produce también en los pobres y los necesitados. Según la parábola del juicio final, cada vez que alguien socorre al hambriento, al enfermo o al encarcelado, se lo hace a Jesús (cf. Mt 25,31-46). En el rostro de cada ser humano, especialmente si se ha hecho transparente por sus lágrimas y por su dolor, podemos y debemos reconocer el rostro de Cristo, el Hijo del hombre (EAm, 12). A  Cristo también lo encontramos en nuestras mismas culturas, donde desde siempre Dios lo plantó como semillas de la Palabra, de modo que toda labor evangelizadora, como nos enseña el Concilio, debe llevar esas presencias y acciones de Cristo a su plenitud evangélica.

 

-         El encuentro con Cristo es camino para la misión universal

El encuentro con el Señor produce una profunda transformación de quienes no se cierran a Él. El primer impulso que surge de esta transformación es comunicar a los demás la riqueza adquirida en la experiencia de este encuentro, es decir, el encuentro con Cristo provoca la misión. Experimentar algo importante para la vida y compartir esta experiencia son dos momentos inseparables: “... lo que hemos oído, lo que vimos con nuestros ojos. Lo que hemos mirado y nuestras manos han palpado... se lo damos a conocer” (1Jn 1,1.3). La misión, a su vez, ofrece la posibilidad del encuentro con Jesús para otras y otros. La Iglesia, que vive de la presencia permanente y misteriosa de su Señor resucitado, tiene como centro de su misión el llevar a todos y todas al encuentro con Jesucristo. En este sentido, el encuentro con Jesús es un momento de gracia que permite amar con el mismo amor de Dios. Esta gracia es la que hace posible para los cristianos y cristianas ser agentes de la transformación del mundo, instaurando en él una nueva civilización, “la civilización del amor”. Pero además, esta transformación en el amor permite a cada persona llegar a la plena realización personal, que culmina en el encuentro definitivo y eterno con Dios. De este modo, Jesús es la respuesta definitiva a la pregunta sobre el sentido de la vida y a los interrogantes fundamentales que asedian hoy a tantos hombres y mujeres del continente americano (EAm, 10).

La presencia del Resucitado en la Iglesia hace posible nuestro encuentro con Él, gracias a la acción de su Espíritu vivificante. Este encuentro se realiza en la fe recibida y vivida en la Iglesia, que es su cuerpo místico. Por eso, podemos decir que este encuentro tiene una dimensión eclesial y lleva, a su vez, a un compromiso de vida, con el fin de vivir como Él vivió, aceptar su mensaje, asumir sus criterios, abrazar su suerte, participar de su más alto ideal, que es el plan del Padre: invitar a todos y todas a la comunión trinitaria y a la comunión con los hermanos y hermanas en una sociedad justa y solidaria (EAm, 68).

 

La misión universal que brota del encuentro con Jesús se llevará a cabo desde los propios frutos que produce dicho encuentro:

 

-         El encuentro con Jesús conduce a la conversión y ésta a la misión. “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; conviértanse y crean en la Buena Nueva” (Mc 1,15). Estas palabras de Jesús son la médula de toda evangelización. Convocan a una conversión personal más decidida y a una fidelidad al Evangelio cada vez más generosa. El encuentro con Cristo vivo mueve a la conversión. Y la experiencia del perdón se convierte en misión, pues no es a pesar de ser pecador-a, sino precisamente por ello (1 Cor 1,26-29) que recibes el encargo. El apóstol Pablo sintió con fuerza el encuentro con Jesús que le llevó a una profunda conversión y ésta se tradujo inmediatamente en misión: “Saulo permaneció algunos días con los discípulos de Damasco y muy pronto se puso a predicar en las sinagogas que Jesús es el Hijo de Dios” (Hech 9,19-20). La conversión, además, favorece una vida nueva en la que no haya separación entre fe y las obras, en la respuesta cotidiana a la universal llamada a la santidad. Superar la división entre fe y vida es indispensable para que pueda hablarse seriamente de conversión (EAm, 26), pues ésta es un cambio de mentalidad, que consiste en ponerse en actitud de asimilar los valores evangélicos que contrastan con las tendencias dominantes del mundo que todo lo reducen al consumo, al poder, a lo material, lo cual termina en la exclusión de personas, grupos y culturas diferentes. Aún más, la conversión no es completa si falta la conciencia de las exigencias de la vida cristiana y no nos proponemos  en llevarlas a cabo. “Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Jn 4,20). La caridad fraterna implica una preocupación por la totalidad de la vida. Por eso, convertirse significa también revisar todos los ambientes y dimensiones de la vida, especialmente todo lo que pertenece al orden social y a la obtención del bien común. De modo particular, supone atender a la creciente conciencia social de la dignidad de cada persona.

 

-         El encuentro con Jesús es camino para la comunión y ésta para la misión. Ante un mundo roto y deseoso de unidad, es necesario proclamar con fe que Dios es comunión, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que llama a todos y todas a participar de esta comunión trinitaria. De hecho, la humanidad es efectivamente imagen de Dios si en todas las dimensiones de la vida somos capaces de vivir esa comunión. El anuncio del Evangelio nace de la comunión, con Dios y los hermanos y hermanas. Comunión vivida y compartida en el servicio y compromiso por construir el Reino de Dios. “La comunión es para la misión y la misión es para la comunión”  (ChL, 1).  La Iglesia es signo de comunión porque sus miembros, como sarmientos, participan de la misma vida de Cristo, la verdadera vid (cf. Jn 15,5). Esta comunión, que se manifiesta en signos concretos como la oración en común de unos por otros, los vínculos entre las Iglesias locales, la mutua comunicación de agentes de pastoral para acciones misioneras, etc., se alcanza por los sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía. La Eucaristía, en particular, es el centro vivo permanente en torno al cual se congrega toda la comunidad eclesial; es el lugar privilegiado para el encuentro con Cristo vivo. En el esfuerzo de realizar la comunión necesaria para la misión, todos están implicados. Lo están de modo especial los obispos, promotores de la comunión en sus propias iglesias locales, estimulando la cooperación entre todos los agentes de pastoral, planes de acción pastoral de conjunto, etc. El presbítero debe ser, a su vez, signo de unidad en el ejercicio de su ministerio, para hacer de la parroquia lugar privilegiado de la comunión. La aportación de las personas consagradas también es de suma importancia, desde sus propios carismas. Asimismo, el futuro de la nueva evangelización es impensable sin una renovada aportación de los fieles laicos, y en particular, de las mujeres, que deben ser estimuladas a participar en diversos sectores de la vida eclesial. Cada comunidad cristiana debe ser un Cenáculo “con María la Madre de Jesús” (Hech 1,14) para que todos tengan “un solo corazón y una sola alma” (Hech 4,32).

 

-         El encuentro con Cristo es camino para la solidaridad y ésta para la misión. La conciencia de la comunión con Jesucristo y con los hermanos y hermanas, que es a su vez fruto de la conversión, lleva a servir al prójimo en todos los aspectos de su vida tanto materiales como espirituales, para que en cada hombre o mujer resplandezca el rostro de Cristo. Partiendo del Evangelio, se ha de promover una cultura de la solidaridad que impulse oportunas iniciativas de ayuda a los más necesitados y transforme los criterios de acción de las personas para que se generen estructuras y mecanismos sociales que fomenten la solidaridad, la justicia y la paz; de modo que éstas se realicen en nuestras relaciones laborales, sociales, políticas, educativas, culturales y religiosas. Jesús mismo se identifica tanto en esta comunión que dice: “Venid benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino... porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber...” (Mt 25,31-46. El auténtico encuentro con Cristo nos lleva a ser creyentes comprometidos y comprometidas en el servicio de los más pobres (AG, 19) y a la creación de espacios para servir, en comunión con la Iglesia particular, en la promoción de la persona humana. Se trata de que los cristianos vivamos en serio lo que plantea el Concilio Vaticano II: “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias, de los hombres de hoy son gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo” (GS, 1). Promoción humana y evangelización van unidas, y la solidaridad es el servicio de amor al que nos llama Jesús mediante acciones concretas. La promoción integral, verdadera prioridad pastoral de la Doctrina Social de la Iglesia (EAm, 54), se expresa en el esfuerzo por la reconciliación, el trabajo por los derechos humanos, la defensa de la vida, la denuncia de los pecados sociales, etc.

 

A partir del encuentro con Cristo, cada cristiano o cristiana podrá llevar a cabo eficazmente su misión en la medida en que asuma la vida del Hijo de Dios hecho hombre como el modelo perfecto de su acción evangelizadora.  La sencillez de su estilo y sus opciones han de ser normativas para todos y todas en la tarea de la evangelización. En esta perspectiva, los pobres han de ser considerados ciertamente entre los primeros destinatarios de la evangelización, a imagen de Jesús, que decía de sí mismo: “El Espíritu del Señor me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva (Lc 4,18)” (cf. EAm, 67). Y los más pobres entre los pobres son los que no tienen fe o no viven de la fe.

 

El Papa invita “a todos los católicos de América a tomar parte activa en las iniciativas evangelizadoras que el Espíritu Santo vaya suscitando a lo largo y ancho de este inmenso Continente, tan lleno de posibilidades y de esperanzas para el futuro” (cf. EAm, 76 ).

 

2. Confrontamos el mensaje con la vida

 

El anuncio misionero llega a las personas en la familia y la cultura y, en particular, en la comunidad de fe. Sin embargo, las culturas llamadas cristianas van vaciando su contenido de fe, convirtiéndose así en culturas sumamente secularizadas. Por otro lado, constatamos que las culturas indígenas, las afroamericanas, y las populares, manifiesten una apertura a lo religioso, recurriendo en ocasiones a propuestas nuevas que no siempre responden a su historia y experiencia integral. En las culturas autollamadas  cristianas la institución de la familia se transforma: los valores cristianos recibidos por los padres no son lo suficientemente sólidos y arraigados para la transmisión de la fe a los hijos, por lo cual no siempre es pertinente para promover el evangelio en la vida y, por tanto, no son familias donde se encuentre a Cristo. Muchas veces sucede lo mismo en grupos, asociaciones y comunidades católicas, cuya religiosidad popular no se ha evangelizado por falta de una catequesis adecuada. Asimismo, muchas personas tienen experiencias precarias de vida comunitaria, por lo cual no logran insertarse en la vida de la Iglesia y, por tanto, no viven su cristianismo en la práctica del amor, la evangelización, la solidaridad, la comunión y el servicio.  Las personas y grupos pertenecientes a las culturas indígenas, afroamericanas y populares no siempre tienen en la Iglesia el acompañamiento inculturado que requieren, experimentando con esto que les falta ser bien recibidas y servidas en nuestras comunidades de fe.

 

Sumado a todo esto, hay que constatar que muchas veces la pastoral de la Iglesia tiene, en no pocos ambientes, carácter de pastoral de mantenimiento y no de propuesta misionera permanentemente en estado de misión (AG, 1). Esta pastoral de mantenimiento no logra presentar a un Jesucristo vivo, capaz de dar sentido a las profundas inquietudes de los hombres y mujeres de hoy.

 

Aún en los espacios donde se fomenta el encuentro con Jesús, muchas  veces esta propuesta está sobrecargada de sentimentalismo, que no necesariamente lleva a iniciar un verdadero proceso de conversión, de comunión y de solidaridad, sino se queda solamente en sentimientos, casi reducida a un estado de ánimo y no se logra dar el paso que lleva al seguimiento de Jesucristo. Generalmente se provocan experiencias de encuentro, pero que no respetan la libertad de las personas, condicionan los sentimientos, y fomentan una pertenencia más hacia ciertos grupos que hacia el Señor. De allí que muchos encuentros sean experiencias sin mayor trascendencia, que no ayudan necesariamente a pasar del encuentro sentimental al seguimiento de Jesús. 

 

Asimismo, el encuentro personal con Jesucristo vivo no siempre se motiva para personas que ya participan en la vida de la Iglesia, e incluso, dado que se da un énfasis muy grande en lo catequético y doctrinal, no siempre se buscan métodos creativos, nuevos, para que otros y otras puedan recibir el anuncio del evangelio y éstas a su vez vivan un encuentro con el Señor, que les implique en el anuncio gozoso de la Buena Nueva que Dios ha hecho en sus vidas.

 

La riqueza de métodos, formas y carismas en la Iglesia también provoca que haya múltiples formas en las que se presenta el mensaje cristiano; éste ya no aparece tan unitario.  Además, hay otro tipo de ofertas religiosas.  En consecuencia, lo que va a determinar la adhesión de hombres y mujeres a Jesucristo y a su Iglesia no depende de las muchas y variadas actividades que se hagan, menos del activismo en el que muchas veces se cae. En cambio, lo que determinará la adhesión al Señor y a la Iglesia es que toda la pastoral evangelizadora y misionera esté encaminada verdaderamente al encuentro personal con Jesucristo, que dé sentido de mayor profundidad a la vida, proporcione más elementos de discernimiento y ofrezca gozo y esperanza. Se hace necesario entonces, que el proceso de conversión sea presentado como una buena noticia del Señor, es decir,  hacer conciencia que la conversión es en primer término un regalo, una gracia de Dios y no  exclusivamente una conquista personal.  Para las demás culturas será necesario que nos esforcemos en presentar el Evangelio de manera inculturada, de modo que las Buena Noticia aparezca desde la raíz y el corazón de sus propias historias y vidas.

 

Asimismo, es imperativo que este encuentro personal con Jesucristo vivo deba extenderse a la comunidad eclesial, ya que la comunidad cristiana es expresión de la presencia de Dios en el mundo (AG, 3).  No debemos olvidar que es  “el Espíritu Santo que llama a todos los hombres a Cristo por la semilla de la Palabra y la proclamación del Evangelio y suscita el homenaje de la fe en los corazones, cuando engendra para una nueva vida en el seno de la fuente bautismal a los que creen en Cristo, los congrega en el único pueblo de Dios que es linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo de su propiedad (1Pe 2,9)” (AG 15).

 

El servicio es consecuencia de la comunión. Por eso, hay que privilegiar servicios que nos hagan apóstoles desde la comunidad y para la comunidad.  La pastoral misionera nos lleva a formar cristianos y cristianas cooperadores de Dios (cf. 1Cor 3,9). De esta forma, “la comunidad cristiana se hace signo de la presencia de Dios en el mundo, porque ella, por el sacrifico eucarístico incesantemente pasa con Cristo al Padre, nutrida cuidadosamente con la palabra de Dios, da testimonio de Cristo y finalmente camina en caridad y se inflama de espíritu apostólico” (AG, 15b). Esta comunidad de fieles, dotada de las riquezas de la cultura de su propia nación, ha de lograr arraigarse profundamente en el pueblo, para hacer florecer todos los valores que hagan presente a Cristo y, por tanto, que hagan pertinente su mensaje de validez permanente. Se trata de ser cristianos, cristianas y comunidades que se constituyan signos y anunciadores del Evangelio de la gracia que se abre paso en el mundo con el Espíritu Santo, para construir en cada rincón de nuestro continente y otros continentes, una Iglesia pascual, viva y promotora de esperanza en la llegada del Reino de Dios.

 

3. Propongámonos qué debemos hacer con el mensaje recibido

 

  1. ¿Cuáles son los momentos y espacios que la Iglesia nos ofrece para un encuentro profundo con Jesucristo vivo en las comunidades, parroquias y diócesis?
  2. ¿Qué aspectos positivos encuentra en su comunidad que evangelizan? ¿Qué debemos mejorar para que la misión sea más eficaz?
  3. ¿Cuáles son los retos y desafíos que encuentra la Iglesia para cumplir su misión local y universal?

4. Oremos al Señor

 

Se propone ahora una plegaria. Podemos hacerla dividiéndonos en 3 coros y la recitamos, tratando al máximo de hacer nuestras las palabras que repetimos.

 

Coro 1:

Señor Jesús, yo quiero encontrarme contigo, quiero conocerte, sentirme profundamente amado (a) por Ti, querido (a) por Ti, aceptado (a) por Ti.  No pases por mi casa, mi mente, mi corazón y mi ser sin detenerte, porque mi vida sin Ti no tiene sentido. Sé que muchas veces he buscado el sentido de mi vida lejos o fuera de Ti y eso mismo me ha servido para volver a Ti, porque generalmente regreso lleno de harapos y Tú me abrazas con un  amor sin límites. 

 

Coro 2:

Señor Jesús, aunque suene extraño, quiero decirte en voz baja y convicción profunda: ¡Te amo, Señor! Tú sabes la inmensa necesidad que mi existencia tiene de Ti.  En mi oración anterior, muy escasas veces me detenía para decirte mis sentimientos, pero en este encuentro de hoy, quiero expresarlo con serenidad y certeza profunda.  Te necesito, por favor dame un encuentro personal contigo. Por esta vez no quiero pedirte cosas, quiero pedirte a Ti mismo, quiero sentirte a Ti, te quiero a Ti sólo, sin intereses, sin pedirte premios, ni bendiciones especiales. Tu mejor milagro en este momento para mí y tu mayor bendición sería el milagro de conocerte más y de encontrarme contigo, sentir en mi corazón que me amas y que soy importante para Ti y por eso me buscas y te dejas buscar por mí.  Aumenta mi fe, abre mis ojos para que pueda contemplar tu rostro Señor, y encontrarte  en el silencio, en los hermanos y hermanas, en lo cotidiano del trabajo, los estudios y la vida. Desde el quehacer doméstico hasta el trabajo más sencillo del obrero y encontrarte en el grito de solidaridad de los hombres y mujeres que gritan  en sus necesidades y aflicciones, ahí te encuentro. Haz que después de este encuentro contigo, vuelva alegre, sonriente, o por lo menos con esperanza a las tareas cotidianas.

 

Coro 3:

Por favor, hazme un hombre maduro, una mujer madura, en la fe y en la personalidad, para poder afrontar con paz mi realidad personal familiar, comunitaria y social.  Bendice a las personas que no me quieren o  desean mi mal,  haz de la vida de ellos y de las personas que programan la violencia,  una vida atraída hacia Tí y puedan conocerte  amarte y respetarte en los hombres, mujeres, niños y niñas sin distinción de raza, pueblo o nación.

 

Coro 4:

Señor, Dios nuestro, que desde siempre sembraste en nuestras culturas a Cristo para que nos llevara a la comunión y la fraternidad; concédenos reconocerte en los esfuerzos que hacemos por mantener viva esta tradición, y dános la fuerza de poder compartirlas con nuestros demás hermanos.

 

Ø     Ahora todos como hermanos y hermanas decimos el PADRE NUESTRO.

Ø     Se sugiere también usar algunos cantos. Sugerimos los siguientes:

JESÚS ES SEÑOR (Kairoi) para el inicio

HABLAME (Kairoi) para el final

 

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