7º Congreso Misionero Latinoamericano  (CoMLa 7)

2º Congreso  Americano Misionero (CAM 2)

5. La Iglesia particular, responsable de la misión universal

 

Objetivo:

Comprender la Iglesia particular como comunidad responsable de la misión universal y de la misión ad gentes, para promover la conciencia misionera de sus miembros.

 

I.            Escuchamos el mensaje cristiano

 

1.      Pentecostés:  fuente original de la misión de la Iglesia.  La Iglesia nace constantemente del Espíritu de Pentecostés.  El sentido de la misión nace de esta presencia del Espíritu, por la que el Señor Jesús hace posible la vida de la Iglesia.  Este Espíritu fortalece en los bautizados y bautizadas de todos los tiempos la clara pertenencia a la comunidad del Resucitado.  “Consumada, pues, la obra que el Padre confió al Hijo en la tierra (cf. Jn 17, 4), fue enviado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés, para que indeficientemente santificara a la Iglesia, y de esta forma los que creen en Cristo pudieran acercarse al Padre en un mismo Espíritu (cf. Ef 2, 18).  Él es el Espíritu de la vida o la fuente del agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4, 14; 7, 38-39), por quien vivifica el Padre a todos los muertos por el pecado hasta que resucite en Cristo sus cuerpos mortales (cf. Rm 8, 10-11)” (LG 4).

 

Nacida en una atmósfera de Pentecostés, la Iglesia tiene necesidad de volver continuamente a aquella fuente para vivir y crecer.  Ciertamente, en la Iglesia particular se realiza plenamente la misión confiada por Jesús a sus discípulos, verdaderos sujetos del anuncio de la Buena Noticia por los caminos de los pueblos.  El Concilio Vaticano II afirma que la Iglesia es misionera por naturaleza (AG 2); y el Papa Pablo VI proclamaba con fuerza singular, que la evangelización constituye la tarea esencial de la Iglesia, que evangelizar es la dicha y la vocación de la Iglesia, su identidad más profunda (cf. EN 14).  En esta tarea de la evangelización se incluye la vocación de anunciar a Jesucristo a quienes no lo conocen, tanto en la propia región de la Iglesia particular como fuera de ella.  El servicio de la construcción del Reino de Dios significa suscitar y animar en todos los rincones de la tierra relaciones de verdadera fraternidad universal.  “El Espíritu Santo acompaña el camino de la Iglesia y la asocia al testimonio que él da de Cristo” (RMi 42).

 

2. La Iglesia particular.  Cada cristiano y cristiana, como bautizado y bautizada, y cada familia cristiana en particular, necesitan y tienen derecho a reconocerse y participar creativamente en una comunidad eclesial concreta.  Implica también que un conjunto más o menos amplio de esas comunidades, con sus legítimas y necesarias diferencias, deben articularse dinámicamente en una comunidad eclesial mayor —en un espacio geográfico más amplio pero con una cierta unidad sociológica y cultural— como Iglesia particular servida en su comunión y participación por el ministerio de los pastores, que colaboran con el Obispo, a quien le está encomendada.  Es el lugar de las nuevas presencias del Espíritu del Señor Jesús, que suscita la esperanza en nuevos ámbitos de misión.

 

La Iglesia particular alcanza su realización plena en la comunión dentro de la única Iglesia universal, juntamente con las demás Iglesias particulares y en especial con la Iglesia en Roma.  “Por ello, la Iglesia única y universal está verdaderamente presente en todas las Iglesias particulares (cf. CD 11), y éstas están formadas a imagen de la Iglesia universal, de tal manera que la una y única Iglesia católica existe en las Iglesias particulares y existe por ellas (cf. LG 23).  Esta unión de todas y cada una de las Iglesias particulares en la única Iglesia universal se expresa institucionalmente en la comunión de sus respectivos obispos en el colegio episcopal en comunión con el Papa y en el ministerio petrino al servicio de la unidad de la Iglesia universal (cf.  LG 22).  Aquí encontramos el verdadero principio teológico de la variedad y la pluriformidad en la unidad” (Sínodo extraordinario de 1985, II, C) nº 2).  Las Iglesias particulares de un mismo país expresan esta comunión mutua a través de órganos tales como las Conferencias Episcopales.

 

Realizando los verdaderos principios de la encarnación del Evangelio, la Iglesia realiza en cada porción de la humanidad donde el Espíritu la conduce, su misión de salvar, redimir y liberar a hombres y mujeres de hoy de las ataduras del pecado y de las nuevas esclavitudes de la humanidad, a la vez que denuncia viejas opresiones y esclavitudes que someten a hombres y mujeres a situaciones inhumanas y degradantes.

 

La Iglesia particular, reunida en torno a su obispo, es también una realidad local, pues como afirma el Concilio, “en estas comunidades, aunque sean frecuentemente pequeñas y pobres o vivan en la dispersión, está presente Cristo, por cuya virtud se congrega la Iglesia una, santa, católica y apostólica” (cf. LG 26 a).  La Iglesia local es el ámbito humano, territorial y social donde Jesús sigue haciéndose presente, en su palabra, con sus signos, a través de la palabra, las manos, los signos y los gestos de cada comunidad cristiana al servicio de la fraternidad de todos y todas.  Constituye esa “parte de humanidad” que se ha convertido al Señor y que se reúne en su nombre bajo el cuidado pastoral del obispos y el presbiterio.  Está hecha de la carne del mundo.  De lo contrario dejaría de ser “la Iglesia en el mundo de hoy” arriesgando su futuro viviendo al margen de sus tristezas y angustias.

 

3.  La Iglesia particular en la comunión de la Iglesia universal.  La Iglesia particular no se entiende como una “parte” de la Iglesia universal.  Cada Iglesia particular está provista de las propiedades de la única Iglesia de Dios y la manifiesta.  Desde los orígenes del cristianismo, san Pablo había subrayado los fundamentos de este principio eclesiológico primordial.  La Iglesia de Corinto —escribe— es “la Iglesia de Dios que está en Corinto” (1 Cor 1, 2).  Estas fórmulas lapidarias fueron adoptadas abundantemente por la enseñanza de los Padres de la Iglesia y de toda la tradición. Significan que cada Iglesia particular es plenamente la Iglesia Dios.  Cada Iglesia particular encarna el misterio de la Iglesia, aquí y ahora, en comunión con las demás Iglesias que igualmente manifiestan la naturaleza profunda de la Iglesia de Dios.  De este modo, la Iglesia local tiene todo lo que es Iglesia, pero sin constituir por ello toda la Iglesia.  El Vaticano II ha recordado brevemente, pero con claridad, estos datos esenciales:  Esta Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las legítimas reuniones locales de los fieles que, unidos a sus pastores, reciben también el nombre de Iglesias en el Nuevo Testamento (LG 26).

 

Así pues, son cuatro los elementos fundamentales que constituyen, según el Vaticano II, la eclesialidad de la Iglesia diocesana: a) el Espíritu Santo, b) la Palabra de Dios, c) los sacramentos (particularmente la Eucaristía) y d) el ministerio pastoral, en primer lugar el del Obispo.  Estos elementos manifiestan a la Iglesia de Pentecostés en su doble dimensión de “convocación” y de “envío”, que se hace presente en cualquier lugar del mundo bajo el Espíritu del Señor Jesús.

 

La peculiaridad de cada Iglesia particular se expresará con tanta mayor fuerza en la medida en que la institución que expresa la comunión de las Iglesias particulares, es decir, la comunión de los obispos en el Colegio Episcopal presidido por el Papa, permita la expresión de los rasgos propios de cada Iglesia particular dentro de la comunión eclesial.  Por eso una de las tareas prioritarias de la actual vida eclesial es continuar en la línea de los desarrollos institucionales pertinentes que fortalecen la comunión y la expresión de la particularidad de las Iglesias.  En ello está en juego la autoconciencia de los sujetos principales de la evangelización y la misión.

 

La encarnación de esta experiencia de fe en las diversas comunidades cristianas a lo largo del continente, ha fortalecido el testimonio de muchas cristianas y cristianos, hombres y mujeres, jóvenes y adultos, ancianos y niños, que en no pocos casos lo ratificaron con el derramamiento de su sangre como semilla fecunda del Reino de Dios.  Este testimonio martirial lo dieron sobre todo aquellas diócesis en donde los catequistas y agentes de pastoral eran indígenas o mestizos  que se comprometieron por una evangelización integral; en su camino al martirio fueron muchas veces acompañados por religiosas y sacerdotes que corrieron la misma suerte. Estos mártires del Reino, reproducen en nuestras comunidades locales los gestos y la palabra del mismo Jesús, con un testimonio siempre vivo que nace de la entrega y la verdad.  Obispos, como Monseñor Oscar Arnulfo Romero, Juan Gerardi ó Isaías Duarte, misioneros, misioneras, sacerdotes, religiosas y religiosos, laicos y laicas, catequistas hombres y mujeres, han fecundado de vida la tierra bendita de esta América nuestra, en la que hoy más que nunca resuena el Evangelio de Jesucristo con plena vitalidad.

 

4. La Iglesia particular inculturada.  La Iglesia debe tomar carne en la humanidad, pues la Iglesia local o particular está hecha del tejido de humanidad que caracteriza lo más genuino y profundo de la vida de los pueblos, que comparten a veces una misma tierra, ligados por una historia y cultura común de la que se sienten orgullosos y herederos, que los vincula a un mismo lugar y los hace partícipes de un mismo destino; historia y cultura con la que participan y enriquecen el variado patrimonio de valores de la humanidad entera.  En esta realidad, la Iglesia particular cumple el designio divino de la salvación insertando allí los imperativos del Evangelio.

 

Todos les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios” (Hch 2, 11).  Este reconocimiento de la diversidad en la comunión eclesial es constitutivo de la Iglesia.  El concilio Vaticano II se ha complacido en mostrarlo (AG 4).  El Espíritu de Pentecostés reúne a los pueblos con sus diferencias y hace que “se comprendan” unos a otros (Hch 2, 6 y 11).  Cada hombre, cada mujer, cada pueblo, en su mundo concreto, está llamado a recibir de Dios el don de la fe, sin tener que abandonar la tierra de donde ha salido.  Cada uno, cada una puede y tiene que hacerse cristiano en su ambiente de vida, “en su propia lengua”. El decreto conciliar Ad gentes insiste en ello: “La obra de plantación de la Iglesia en un determinado grupo humano consigue su objetivo cuando la congregación de los fieles, arraigada ya en la vida social y conformada de alguna manera a la cultura del ambiente, disfruta de cierta estabilidad y firmeza” (n. 19).  Esta realidad la reconocemos hoy como la necesidad evangélica de la inculturación.  Pero de esta inculturación surgen los impulsos para transmitir a otras personas, de otros territorios, culturas y lugares, el conocimiento y la experiencia de las maravillas de Dios que cada uno y cada una ha oído y visto en sus propia lengua y a través de su propia cultura.

 

La territorialidad y la particularidad humana de la Iglesia local tiene, por consiguiente, un sentido eclesiológico innegable, pues se trata de mantener juntas dos realidades que ponen de relieve la convocación y el envío, la reunión y la dispersión, la unidad y la diversidad. Es en relación con una “eclesiología de comunión” como podrá vivir la Iglesia local el misterio de Pentecostés en esta doble misión, local y universal, en una tensión fecunda.  Para que esto tenga sentido en cada realidad concreta, el evangelio tiene que encarnarse en la vida, en la historia y la cultura de cada pueblo, fortaleciendo y plenificando su conciencia humana e histórica, impulsando la vida en todas sus dimensiones y recreando los fundamentos de lo humano concreto que dé consistencia a la vida toda de cada grupo humano y de cada pueblo.  El Papa Juan Pablo II, nos previene:  “El cristianismo del tercer milenio debe responder cada vez mejor a la exigencia de inculturación” (cf.: NMI 40).

 

5. Esta Iglesia peregrina aquí y ahora anuncia el proyecto de Jesús.

La Iglesia, tal como aparece en los textos del Nuevo Testamento, y sobre todo si nos atenemos al itinerario que se revela en la lectura de los Hechos de los Apóstoles (Hc 2, 42), presenta, en su constitución, tres dimensiones esenciales para la vida de toda Iglesia particular:

a)      la fidelidad a la doctrina de los apóstoles;

b)      la comunión fraterna, que se traduce en transparencia y solidaridad en las relaciones ordinarias;

c)      la fracción del pan, acción de gracias que constituye las comunidades, unida a la oración constante, suplicante y comunitaria.

 

El mismo Concilio se preocupa de destacar los elementos esenciales constitutivos del cuerpo eclesial, y en particular de la Iglesia local diocesana:  La diócesis es una porción del pueblo de Dios, que se confía al obispo para ser apacentada con la cooperación del colegio de presbíteros, de suerte que, adherida a su pastor y reunida por él en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y la Eucaristía, constituya una Iglesia particular, en la que se encuentra y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo, que es una, santa, católica y apostólica” (Ch D 11; LG 26).

 

El proyecto de Jesús es el reino de Dios.  La comunidad eclesial, las diócesis y las parroquias, las pequeñas comunidades eclesiales de base y otras (cf. EN 58), no se reúnen, no se alimentan y no encuentran en sí mismas su genuina finalidad, sino en el Reino que el Espíritu que las congrega les propone como ideal por el que deben trabajar.

 

Nuestras Iglesias particulares forman parte de esta gran tradición espiritual y eclesial, que se remonta a los tiempos de Jesús y de los apóstoles, testigos directos de su muerte y resurrección. Hoy como ayer, las comunidades cristianas que peregrinan a lo largo de todo el continente americano, se sienten llamadas a vivir en fidelidad al Espíritu que las constituye como comunidad viva, expresión del rostro de la primera comunidad, para responder con vitalidad renovada a los desafíos de la misión hoy, en vista a la construcción del reino de Dios.

 

6. La misión en la comunión de Iglesias.  De las Iglesias particulares surge también la iniciativa para la misión ad gentes.  En los Hechos de los Apóstoles, 13, 1-3 se narra cómo en la Iglesia de Antioquía, durante la oración litúrgica y por moción del Espíritu Santo, se designó a Bernabé y a Saulo para iniciar una misión de evangelización fuera del territorio de Antioquía pero bajo la responsabilidad de esa Iglesia a la cual regresan los misioneros después de cada uno de sus dos primeras itinerarios misioneros.  Al final del tercer viaje Pablo va a Jerusalén, en donde lo apresan.  (cf. Hc 14, 26; 18, 22; 21. 4-5).  Este modelo ha inspirado la iniciativa misionera de las Iglesias particulares a lo largo de los siglos.

 

Por ello las Iglesias están unidas en, desde y para la misión.  La comunión tiene su fundamento radical en la iniciativa de Dios que por el anuncio del Evangelio quiere reconciliar el mundo consigo.  “La responsabilidad misionera incumbe al Colegio episcopal, encabezado por el sucesor de Pedro, y en consecuencia sobre todas las Iglesias” (R Mi 63).

 

La solicitud por todas las Iglesias es una dimensión importante de la comunión y misión en la vida de la Iglesia.  La solicitud por todas las Iglesias implica preocuparse por las necesidades de otras Iglesias, pero especialmente por las personas y territorios en los que todavía no se ha anunciado el Evangelio de Jesucristo.  Cada Iglesia posee unas riquezas peculiares que proceden de su historia y de su inculturación.  Esas riquezas son de una Iglesia, pero también de la Iglesia y de las otras Iglesias.  Unas Iglesias generan variedad de ministerios, otras, sensibilidad para la justicia, otras, capacidad teológica, otras, espiritualidad, otras, intentos de inculturación... Todo ello debe estimular para abrirles posibilidades, suscitar expectativas.  “Las Iglesias locales, por consiguiente, han de incluir la animación misionera como elemento primordial de su pastoral ordinaria en las parroquias, asociaciones y grupos, especialmente los juveniles” (R Mi 83). “Si nadie me explica, ¿cómo voy a entender?”, decía el etíope al misionero apóstol Felipe (Hech 8,31). Felipe subió al carruaje del etíope, le anunció y le explicó la Palabra de Dios, y hubo una conversión para alegría de los dos.

 

Esta Iglesia católica, universal, dispersa por la faz de la tierra, que ha nacido de la misión y que vive para la misión, debe reconocer el protagonismo de todas las Iglesias.  Las Iglesias de América surgieron de la misión procedente de las Iglesias en Europa.  Corresponde ahora a las Iglesias particulares de América prepararse para ser agentes del envío misionero a Asia, a Africa y quizá incluso a Europa.

 

 

 

 

II.            Confrontamos el mensaje con la vida

 

LAS RESISTENCIAS CONTRA EL ESPÍRITU DE JESÚS EN LA IGLESIA

 

El miedo y la memoria débil.  Lo propio de cada comunidad o Iglesia particular es hacer memoria de Cristo Jesús, muerto y resucitado, de sus palabras y obras, de su vida y esperanza.  Una Iglesia que olvida la memoria del Resucitado, se condena a la mediocridad y la esterilidad.

 

Con frecuencia los miedos o prudencias mundanas, nos han alejado de la actitud profética de  Jesús de Nazaret, que no dejó de orientar y corregir a sus discípulos cuando confundían los signos del Reino de Dios con la llegada de intereses sectarios o rivalizaban por el poder.  Lo más doloroso para una Iglesia particular es no generar vida y permanecer satisfecha en la mediocridad de sus frutos.

 

Una débil recepción del Concilio Vaticano II, y de las Conclusiones de las cuatro Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano, ha originado en muchas comunidades cristianas o Iglesias locales, actitudes de temor y desconfianza, que han retardado o bloqueado esfuerzos muy serios para que el crecimiento de los valores del Reino de Dios, se hagan más visibles y claros en el Continente.  El Papa Juan Pablo II, en la Exhortación Ecclesia in America, nos ha pedido audacia y esperanza, para ser fieles a los nuevos signos de los tiempos.

 

Muchas comunidades han perdido su capacidad de generar vida, de ser propositivas y misioneras.  Cuando las Iglesias, por su historia o circunstancias, pactan con el poder, y relativizan su misión a ciertos intereses que condicionan o debilitan su capacidad misionera, en detrimento del anuncio del Evangelio y el fortalecimiento de la presencia de Cristo Jesús en la vida de los pueblos, entonces se necesita un examen de conciencia eclesial, que vuelva a colocar los criterios del Evangelio como motivación fundamental de todos sus esfuerzos misioneros.

 

Una comunión eclesial formal.  La unidad es el signo visible de la comunión de fe en el servicio; la Iglesia es sacramento de unidad, por tanto, no nos está permitido desde las Iglesias particulares animar rivalidades o el establecimiento de fronteras en un continente que tiene muchos motivos para vivir en la unidad.  Ante el deber de fraternidad que resulta del Evangelio, las fronteras de religión, lengua, raza, género, condición social, deben ser relativizadas o suprimidas.

 

La participación de las laicas y los laicos, de hombres y mujeres bautizados, arraigados en el Evangelio por su fe, esperanza y caridad, es todavía incipiente y limitada.  Sin embargo, muchas Iglesias y comunidades confían en el protagonismo de las laicas y los laicos, dándoles muchas responsabilidades en el trabajo misionero y pastoral y en la organización de la parroquia.

 

La opción por los pobres.  El camino de la justicia, la promoción humana, la búsqueda de la verdad son ámbitos de la promoción y defensa de la misma vida que la Iglesia no puede olvidar, a menos de oscurecer gravemente el camino del Evangelio.  La opción por los pobres, a lo largo de la historia más reciente del Continente, ha generado no sólo fecundidad al servicio del Evangelio, sino que ha configurado un rostro nuevo de la Iglesia que la acerca a la actitud que Jesús nos muestra en el Evangelio.

 

Las Iglesias particulares no pueden instalarse en la autosuficiencia o el conformismo.  Ante la realidad social y económica de las grandes mayorías pobres del Continente Americano, la Iglesia debe levantarse como un signo de libertad y una esperanza de vida e integridad, para denunciar las injusticias, las violaciones a los derechos humanos, el despojo de los pobres, el mal uso de los bienes, la desigual distribución de las riquezas, la miseria de los pobres, la realidad de los niños de la calle, la desesperación del mundo de los excluidos y marginados, en particular los indígenas y los afroamericanos.

 

Necesidad de la pastoral de conjunto.  Donde no se favorece la pastoral de conjunto, ni la participación de laicas y laicos y todas las fuerzas vivas de la Iglesia en la tarea común de la evangelización, el impacto de la misión de la Iglesia se debilita.  En cada Iglesia particular se debe prestar especial atención, para que la pastoral de conjunto se vea enriquecida con el aporte de todos y todas, a los movimientos y grupos eclesiales, previendo el sectarismo o capillismo que tanto mal hace al crecimiento de la única y verdadera Iglesia de Jesucristo.

 

El diálogo es el camino normal de entendimiento en la comunidad eclesial.  Cuando no se toleran las legítimas diferencias, aun dentro de las comunidades eclesiales, se pasa por encima del mandato evangélico del amor y se condiciona la convivencia eclesial a relaciones funcionales de respeto y tolerancia.  En este sentido falta, a veces, el ejercicio del diálogo y la comunión entre el Obispo y el presbiterio, los religiosos, religiosas y agentes de pastoral laicas y laicos.

 

Falta una verdadera formación del clero y de los agentes de pastoral para generar Iglesias que, siendo espacios de fraternidad, generen vida y promuevan el crecimiento de la Iglesia como comunidad de comunidades. 

 

Pobre conciencia misionera.  La solidaridad interdiocesana es débil.  Hay que fortalecer los ámbitos de participación, la pastoral que permita la eficacia de todos nuestros recursos, los planes de pastoral que aúnen criterios (cf. NMI 31) en la promoción de procesos pastorales que nos permitan ser evangélicos en el trabajo, la asignación de recursos y la construcción de Iglesias fraternas y participativas.

 

La dependencia de otras Iglesias, que ha caracterizado a muchas Iglesias particulares de América Latina, la falta de promoción de ministros ordenados y religiosos autóctonos, la excesiva precaución para involucrar a laicas y laicos en la tarea de evangelización, las necesidades materiales son algunos factores que han debilitado la conciencia y responsabilidad misionera ad gentes en algunas Iglesias particulares del continente.  Es necesario desarrollar en nuestras Iglesias particulares la responsabilidad de dar a conocer el evangelio de Jesús allá donde todavía no ha llegado.  La misión ad gentes es un aspecto principal de la responsabilidad de la Iglesia hacia el mundo, pues su servicio al mundo consiste precisamente dar testimonio de Jesús hasta los confines de la tierra.

 

III.       Propongamos qué debemos hacer con el mensaje recibido.

 

1.      ¿Cuáles son los impulsos que surgen de tu Iglesia particular para asumir los retos de la misión ad gentes? 

2.      ¿Cuáles son los aportes de tu Iglesia particular, en cuanto Iglesia inculturada, a la misión ad gentes?  ¿Cómo puede impulsar la inculturación del Evangelio la misión ad gentes?

3.      ¿Cuáles son los temores y limitaciones que impiden, dificultan o inhiben el desarrollo de la misión ad gentes desde nuestra Iglesia particular?  ¿Cómo se pueden superar?

 

IV.            Oremos al Señor como María

 

Nuestra misión es anunciar el Evangelio en medio de la comunidad cristiana, para hacer que esta Iglesia a la que amamos, resplandezca como luz ante los pueblos:

 

Lector 1: “Cuando ruego por ustedes lo hago siempre con alegría, porque han colaborado en el anuncio del evangelio desde el primer día hasta hoy” (Fil 1, 4-5).

            R/ Todos: Señor Jesús, concede siempre a la Iglesia tu Espíritu de amor.

 

Lector 2: “Uno solo es el cuerpo y uno solo el Espíritu, como también es una la esperanza que encierra la vocación a la que han sido llamados” (Ef 4, 4).

            R/ Todos: Señor Jesús, concede siempre a la Iglesia tu Espíritu de amor.

 

Lector 3: “Pero cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su propio Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo el cominio de la ley, para liberarnos del dominio de la ley y hacer que recibiéramos la condición de hijos adoptivos de Dios” (Gál 4, 4-5).

            R/ Todos: Señor Jesús, concede siempre a la Iglesia tu Espíritu de amor.

 

Lector 4: “Me complazco en soportar por Cristo debilidades, injurias, necesidades, persecuciones y angustias, porque cuando me siento débil, entonces es cuando soy fuerte” (2Cor 12, 10).

            R/ Todos: Señor Jesús, concede siempre a la Iglesia tu Espíritu de amor.

 

Lector 5: “Ahora bien, ustedes forman el cuerpo de Cristo y cada uno es un miembro de ese cuerpo” (1Cor 12, 27).

            R/ Todos: Señor Jesús, concede siempre a la Iglesia tu Espíritu de amor.

 

Lector 6: “Vivan alegres por la esperanza, sean pacientes en el sufrimiento y perseverantes en la oración. Compartan las necesidades de los creyentes; practiquen la hospitalidad” (Rom 12, 12-13).

            R/ Todos: Señor Jesús, concede siempre a la Iglesia tu Espíritu de amor.

 

Lector 7: “Bendigan a quienes los persiguen; bendigan y no maldigan. Alégrense con los que se alegran; lloren con los que lloran. Vivan en armonía unos con otros... pónganse al nivel de los sencillos”. Rom 12, 15-16).

            R/ Todos: Señor Jesús, concede siempre a la Iglesia tu Espíritu de amor.

 

Lector 8: “Deben crecer de la semilla de la Palabra de Dios en todo el mundo Iglesias particulares autóctonas, provistas suficientemente de jerarquía propia... y que contribuyan al bien de toda la Iglesia” (AG. 6,3)

R/ Todos: Señor Jesús, concede siempre a la Iglesia tu Espíritu de amor.

 


 

Esta página pertenece a:

Información Importante

Tu Grupo o Comunidad, Diócesis o Congregación también puede tener aquí su página. Hacé click aquí para saber cómo