Mensaje del Santo Padre para la Jornada Mundial de las Misiones 1996

 
Dejarse interpelar personalmente por el Señor

1. "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra" (Hch 1, 8).


Amadísimos hermanos y hermanas, en el umbral del tercer milenio, el Señor Jesús repite con particular vigor a toda la Iglesia las mismas palabras que dijo un día a los Apóstoles, antes de la Ascensión; unas palabras que encierran la esencia de la vocación cristiana. En efecto, ¿qué es el cristiano? Un hombre "conquistado" por Cristo (Flp 3, 12) y, por ello, deseoso de darlo a conocer y hacer que sea amado por doquier, "hasta los confines de la tierra". La fe nos impulsa a ser misioneros, sus testigos. Si no lo somos, significa que nuestra fe es aún incompleta, parcial, inmadura.
 

Con ocasión de la Jornada mundial de las misiones exhorto, por consiguiente, a cada uno de vosotros a que se deje interpelar personalmente por el Señor, frente a los desafíos apostólicos de nuestro tiempo.
 

2. "La misión es un problema de fe, es el índice exacto de nuestra fe en Cristo y en su amor por nosotros" (Redemptoris missio, 11). La fe y la misión van juntas: cuanto más robusta y profunda sea la fe, tanto más se sentirá la necesidad de comunicarla, compartirla, testimoniarla. Si, por el contrario, se debilita, el impulso misionero disminuye y pierde vigor la capacidad de testimonio. Siempre ha sido así en la historia de la Iglesia: la pérdida de vitalidad en el impulso misionero ha sido siempre síntoma de una crisis de fe. ¿No sucede eso porque falta la convicción profunda de que "la fe se fortalece dándola" (ib., 2), de que precisamente anunciando y dando testimonio de Cristo se puede recuperar el entusiasmo y redescubrir el camino para una vida más evangélica? Podemos decir que la misión es el antídoto más seguro contra la crisis de fe. Con el compromiso misionero, cada miembro del pueblo de Dios afianza su propia identidad, comprendiendo a fondo que nadie puede ser cristiano auténtico sin ser a la vez testigo.


3. Todo cristiano, incorporado a la Iglesia mediante el bautismo, está llamado a ser misionero y testigo. Se trata de un mandato explícito del Señor. Y el Espíritu Santo envía a todo bautizado a proclamar y dar testimonio de Cristo a todas las gentes: es, por tanto, un deber, al igual que un privilegio, pues es una invitación a cooperar con Dios para la salvación de cada uno y de la humanidad entera. En efecto, nos ha sido "concedida esta gracia: la de anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo" (Ef 3, 8).
 

Y como el Espíritu transformó el núcleo de los primeros discípulos en apóstoles valientes del Señor y heraldos iluminados de su Palabra, así él sigue preparando a los testigos del Evangelio en nuestro tiempo.
 

4. La Jornada mundial de las misiones recuerda a todos este deber, y esta gracia, de comunicar a los hombres no "una sabiduría meramente humana, casi como una ciencia del vivir bien" (Redemptoris missio, 11), sino la gozosa experiencia de una "Presencia viva", que debe reflejarse en todo bautizado, suscitando en los demás -como ponía de relieve mi venerado predecesor Pablo VI- "interrogantes irresistibles: ¿Por qué son así? ¿Por qué viven de esa manera?" (Evangelii nuntiandi, 21). Por consiguiente, la misión es, a la vez, "testimonio e irradiación" (Redemptoris missio, 26). En efecto, si somos verdaderamente dóciles a la acción del Espíritu, lograremos reproducir e irradiar en nuestro entorno el misterio de amor que habita en nosotros (cf. Jn 14, 23). De él somos testigos. Testigos de fe luminosa e íntegra, de caridad que se manifiesta en obras y es paciente y benigna (cf. 1 Co 13, 4), de servicio para las numerosas formas de pobreza del hombre contemporáneo.

Testigos de la esperanza que no defrauda y de la profunda comunión que refleja la vida de Dios Trinidad, de la obediencia y de la cruz. En pocas palabras, testigos de santidad, "hombres de las bienaventuranzas", llamados a ser perfectos como lo es el Padre celestial (cf. Mt 5, 48). Ésa es la identidad del cristiano-testigo, copia, signo e irradiación viva de Jesús.
 

En un pueblo de Dios así comprometido surgirán seguramente numerosas vocaciones misioneras: jóvenes capaces de perder su vida por Cristo (cf. Mc 8, 35) en la magnífica aventura de la misión "ad gentes". ¡Cuántas veces, durante mis viajes apostólicos, he visto que la mies ya blanquea (cf. Jn 4, 35) y me han dicho que faltan misioneros, sacerdotes, religiosos, religiosas, personas consagradas para predicar el Evangelio! La Jornada mundial de las misiones tiene sentido si impulsa, en las parroquias y en las familias cristianas, la oración por las vocaciones misioneras y suscita un ambiente adecuado para su maduración.
 

5. La identidad del cristiano-testigo se caracteriza por la presencia necesaria y cualificante de la cruz. Sin ella no puede existir auténtico testimonio, pues la cruz es condición irrenunciable para todos los que deciden firmemente seguir al Señor: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame" (Lc 9, 23). Todos los testigos de Dios y de Cristo, comenzando por los Apóstoles, sufren persecución por su causa: "Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros" (Jn 15, 20). Se trata de una herencia que Jesús ha dejado a los suyos y que cada uno debe acoger y encarnar en su vida. El Gólgota es el paso obligado para la Resurrección.
 

En efecto, la imitación de Cristo mediante un testimonio fiel y un trabajo diario paciente y perseverante es cruz. También es cruz ir contra corriente, orientando las propias opciones de acuerdo con los mandamientos de Dios, a pesar de las incomprensiones, la impopularidad y la marginación; y del mismo modo es cruz la denuncia profética de la injusticia, de las libertades pisoteadas, de los derechos violados; y lo es tener que vivir donde la Iglesia sufre más oposición, obstáculos y persecuciones.
 

¿Cómo no dirigir, en este momento, nuestro pensamiento a aquellos hermanos y hermanas nuestros, a comunidades enteras que en tantas partes del mundo dan un magnífico testimonio de vida cristiana totalmente entregada a Cristo y a la Iglesia, a pesar de la enemistad y la persecución del entorno? Cada año se registra el testimonio heroico de nuevos "mártires", que derraman su sangre para permanecer fieles al Señor. La Iglesia se inclina ante su sacrificio y se mantiene unida en oración y amor fraterno alrededor de los creyentes que sufren violencia, invitándolos a no desalentarse, a no tener miedo. está con vosotros, amadísimos hermanos.
 

6. En la animación misionera desempeñan un papel importante las Obras misionales pontificias, que tienen la misión de formar a las Iglesias locales y a los fieles en el sentido misionero de la fe. Es importantísimo su papel para el crecimiento de las diócesis, las parroquias y las familias cristianas.
 

A los bautizados Cristo hoy les pregunta: "¿Sois mis testigos?". Y cada uno está invitado a preguntarse con sinceridad: "¿Doy ante el mundo el testimonio que el Señor me pide? ¿Vivo una fe fuerte, serena, alegre? ¿o presento la imagen de una existencia cristiana lánguida, deformada por componendas y adaptaciones de conveniencia?
 

Las Obras misionales pontificias, oportunamente, desean ponerse al servicio del testimonio misionero, insistiendo, dentro de la labor de sensibilización, en el primado de la santidad. Como escribí en la encíclica Redemptoris missio: "El verdadero misionero es el santo (...). Cada misionero, lo es auténticamente si se esfuerza en el camino de la santidad (...). Es necesario suscitar un nuevo anhelo de santidad entre los misioneros y en toda la comunidad cristiana, particularmente entre aquellos que son los colaboradores más íntimos de los misioneros" (n. 90).
 

7. Cuanto más eficaz sea esta labor de sensibilización, tanto más la familia de los creyentes asumirá frente al mundo el aspecto y el papel de auténtica comunidad de testigos para la misión "ad gentes", y cada fiel podrá tomar mayor conciencia de la obligación que tiene de abrir el corazón a cuantos en las misiones viven a menudo en situaciones de dramática indigencia material y espiritual. De esa conciencia brotará ciertamente el compromiso de salir al paso de las necesidades de los hermanos más pobres. Así crecerá la conciencia misionera abierta a la universalidad de la Iglesia. Y, como consecuencia, habrá una activa participación en el esfuerzo de la nueva evangelización, que caracteriza a estos años de preparación inmediata para el gran jubileo del año 2000.
 

"En la proximidad del tercer milenio de la Redención, Dios está preparando una gran primavera cristiana, cuyo comienzo ya se vislumbra" (Redemptoris missio, 86). Con esta certeza, renuevo la invitación "a vivir más profundamente el misterio de Cristo, colaborando con gratitud en la obra de la salvación" (ib., 92). Al invocar la protección de María, Estrella de la evangelización, especialmente sobre los misioneros y las misioneras, así como sobre cuantos de diversas maneras gastan sus energías al servicio de la misión, imparto de corazón la bendición apostólica.
 

Vaticano, 28 de mayo de 1996

 

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