PAULINA JARICOT
FUNDADORA DE LA OBRA DE LA PROPAGACION DE LA FE

Biografía

14 de marzo de 2002

Estimadísimo Amigo de la Abadía San José:

Primavera de 1805. Poco después de la Revolución Francesa, de regreso a Roma tras haber coronado a Napoleón en París, el papa Pío VII se detiene en Lyón. Antonio Jaricot, comerciante de seda de esa ciudad, aprovecha la ocasión para situar a su familia por donde pasa el pontífice, implorando una bendición particular. Pío VII impone las manos sobre la cabeza de la pequeña Paulina. Bendecida por el Vicario de Cristo, aquella niña destacará muy pronto por su amor a Jesús y su ternura hacia los desdichados.

Paulina Jaricot nace el 22 de julio de 1799 en Lyón. Sus padres, Antonio Jaricot y Juana Lattier son profundamente cristianos. Paulina escribirá más tarde: «Dichosos quienes reciben de sus padres las primeras semillas de la fe. Bendito seas, Señor, por haberme dado como padre a un hombre justo, y como madre a una mujer llena de virtud y de caridad». Cuando Paulina ve la luz, seis hijos coronan ya la prole familiar.

Esta biografía en forma de carta, forma parte de una serie de Cartas Espirituales de la Abadía San José de Clairval, que  tienen por objeto ayudar a los cristianos, y a todos los que desean recibirla, a conocer y a amar al Salvador, Nuestro Señor Jesucristo, a escuchar su palabra y seguirle, en medio de las dificultades de este mundo, hasta llegar al puerto de la eternidad bienaventurada. Con este fin, ilustra a grandes rasgos la vida y los ejemplos de los santos, intercalando las enseñanzas que la Iglesia ha recibido de su Fundador. Muchos son los que en ella encuentran consuelo y estímulo para su vida cotidiana. Ver más en: http://www.clairval.com/lettre.es.html

En el patio de la casa familiar existe un pozo muy hondo y, en una ocasión en que la madre acaba de sacar un cubo lleno de agua, Paulina, que cuenta con siete años de edad, manifiesta cierta preocupación: «Dime, mamá, ¿todavía queda agua en el pozo? – Claro que sí, el manantial no disminuye. – ¡Oh! ¡Cuánto me gustaría tener un pozo de oro para poder darlo a todos los desdichados, y así no quedarían pobres y la gente no lloraría». A la edad de diez años, la niña ingresa en un internado. «Tuve la desgracia –reconocerá ella misma– de juntarme con una compañera que, carente del candor y de la naturalidad propias de la edad, conocía ya los cálculos y los artificios de la coquetería, y me contaba todas las «conquistas» que creía haber conseguido en los corazones». Aunque en un principio se siente asustada y turbada, Paulina siente cómo nace y crece en ella la necesidad de gustar y de ser amada. Por suerte, cuando se acerca el día de la primera Comunión, se separa de su problemática compañera: «Jesucristo triunfó entonces en mi corazón –escribe–, y cuando me enteré de que pronto iba a recibirlo, no pensaba en otra cosa que en prepararle una morada que no fuera demasiado indigna de Él». Después de un largo examen de conciencia, realiza una buena confesión y recibe con inmenso gozo la sagrada forma de Jesús. Aquel mismo día es fortificada con el sacramento de la Confirmación. Sin embargo, la sociedad la sigue tentando. Paulina sigue apreciando los vestidos elegantes y escucha complacida las adulaciones.

 

Pero un día, tras caer de un escabel, Paulina sufre una extraña enfermedad: camina como una persona ebria, con la mirada extraviada, y pierde por completo el habla. Su madre, que la vela noche y día, cae también gravemente enferma y muere, lejos de Paulina, el 26 de noviembre de 1814, ofreciendo su vida a Dios por su hija. Dicha muerte le es ocultada durante mucho tiempo, con el fin de que pueda recobrar la salud. Con la convalecencia, Paulina recupera el deseo de agradar, destacando como la más elegante de entre las jóvenes de su entorno, y sin embargo no se siente feliz: «Mi corazón sentía una ardiente sed que nada podía saciar, porque aquel pobre corazón, esclavo todavía de la criatura, sólo hallaba un vacío infinito en medio de un afecto perecedero, y una tortura indescriptible en sus resistencias a la llamada de Dios».

 

La ilusión de la vanidad

Uno de los últimos domingos de Cuaresma de 1816, un sacerdote ejemplar llamado Juan Wendel Würtz, vicario de la parroquia de Saint-Nizier de Lyón, está dando un sermón. Paulina, que lleva un precioso vestido de primavera, ha acudido a oírlo. Las palabras del predicador sobre los peligros y las ilusiones de la vanidad mundana conquistan a la joven, la cual se ve reflejada en cada uno de los detalles del sermón. Una vez terminado el oficio, Paulina se dirige a la sacristía y se confía al hombre de Dios. Después de una confesión general, la penitente, radiante y en un mar de lágrimas, ha cambiado por completo. Ahora lleva un vestido morado muy vulgar y un bonete blanco en la cabeza. Pero –según ella escribirá–, «me resultaba tan aterrador romper con mis costumbres de lujo y de elegancia que, durante los primeros meses de mi conversión, sufría cruelmente cuando me mostraba en público con aquella ropa ridícula. Evitaba entonces mirar los preciosos vestidos de mis amigas, porque aquellas cosas me seguían atrayendo tanto que nunca habría podido vencer aquella vanidad, si la hubiera tratado con consideración».

Con el alma ya purificada, Paulina oye con claridad la llamada a una vida más perfecta. Se entrega con fervor a la oración y a la penitencia, visita a los pobres y a los enfermos, a quienes cura con gran delicadeza las úlceras más repugnantes. Organiza también un pequeño taller para fabricar flores artificiales, para chicas sin empleo. La noche de Navidad, en la capilla de Fourvière, Paulina se sitúa frente al altar de la Virgen Negra y ofrece su vida a Dios mediante el voto de virginidad perpetua. Gratificada con numerosas gracias celestiales y dotada de un alto grado de contemplación y de intimidad con el Señor, siente la llamada de Dios para consagrarse al servicio del prójimo. Con el contacto de Cristo en la Sagrada Eucaristía, le son comunicados profundos conocimientos sobre el misterio del Redentor, y siente deseos de transmitirlos a otras almas. De hecho, algunas piadosas jóvenes, obreras o sirvientas, que comparten con ella el deseo de hacer reparación al desconocido y despreciado Corazón de Jesús, se unen a ella.

 

La Propagación de la Fe

Los desórdenes de la Revolución han agotado los recursos y los medios de las congregaciones misioneras. Con la lectura de los Boletines de las Misiones Extranjeras, Paulina se conmueve de aquella situación y empieza a recoger algunas limosnas para las misiones. Después de rezar y reflexionar, en otoño de 1819 recibe la inspiración de una obra de ayuda a las misiones: «Una noche en que buscaba el auxilio de Dios, es decir, el plan deseado, se me apareció con claridad ese plan y comprendí lo fácil que le resultaría a cada persona de mi intimidad encontrar a diez asociados que dieran cada semana una moneda para la Propagación de la Fe. Al mismo tiempo, consideré la conveniencia de elegir, de entre los más capacitados de los asociados, aquellos que inspiraran más confianza para recibir de diez jefes de decena la colecta de sus asociados, y la conveniencia de contar con un jefe que reuniera las colectas de diez jefes de centena para entregarlo todo al centro común». Hecha la consulta, el sacerdote Würtz le dijo: «Paulina, eres demasiado ignorante para haber inventado ese plan... Está claro que procede de Dios. Por eso, no solamente te doy permiso, sino que te animo con entusiasmo a que lo pongas en acción».

A pesar de las oposiciones e incomprensiones, la obra de la Propagación de la Fe se extiende con la rapidez del rayo, primero en Francia y luego en el mundo entero, aportando considerables ayudas a las misiones. Pero Paulina queda al margen de él: «Cedí, a quien quisiera tomarlo, el honor de aquella fundación divina cuya inspiración procedía del Cielo». Y en sus oraciones da gracias a Dios: «Has puesto tu mirada en lo más pequeño de este mundo para convertirlo en instrumento de tu Providencia y procurar la gloria de tu adorable nombre, a fin de que ninguna carne pueda glorificarse ante ti».

El intenso celo de Paulina en favor de las misiones se inspira directamente del Evangelio, pues, antes de subir al Cielo, el Señor Jesús envió a sus discípulos diciendo: Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará (Mc 16, 15-16; cf. Mt 28, 18-20). Ese mandato misionero nos revela la bondad de Dios, que quiere que los hombres conozcan la verdad y se salven (cf. 1 Tm 2, 4). En efecto, «la salvación se halla en la verdad. Quienes obedecen a la inspiración del Espíritu de la verdad se encuentran ya en el camino de la salvación; pero la Iglesia, a quien se le ha confiado esa verdad, debe ir al encuentro de ese deseo para entregársela a ellos, y debe ser misionera porque cree en el designio universal de salvación» (Declaración Dominus Iesus, Congregación para la doctrina de la fe, 6 de agosto de 2000, 22).

 

¿Por qué la misión?

En nuestros días sin embargo, constata el Papa: «algunos se preguntan: ¿Es válida aún la misión entre los no cristianos?... El respeto de la conciencia y de la libertad ¿no excluye toda propuesta de conversión? ¿No puede uno salvarse en cualquier religión?... Remontándonos a los orígenes de la Iglesia, vemos afirmado claramente que Cristo es el único Salvador de la humanidad, el único en condiciones de revelar a Dios y de guiar hacia Dios... Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos (Hch 4, 12). Esta afirmación, dirigida por san Pedro al Sanedrín, asume un valor universal, ya que para todos –judíos y gentiles– la salvación no puede venir más que de Jesucristo... Esta autorrevelación definitiva de Dios (en Jesucristo) es el motivo fundamental por el que la Iglesia es misionera por naturaleza. Ella no puede dejar de proclamar el Evangelio, es decir, la plenitud de la verdad que Dios nos ha dado a conocer sobre sí mismo. Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres (cf. 1 Tm 2, 5-7). Los hombres, pues, no pueden entrar en comunión con Dios, si no es por medio de Cristo y bajo la acción del Espíritu. Esta mediación suya única y universal, lejos de ser obstáculo en el camino hacia Dios, es la vía establecida por Dios mismo» (Juan Pablo II, Encíclica Redemptoris missio, RM, 7 de diciembre de 1990, 4 y 5). A la pregunta «Para qué la misión», el Santo Padre responde que en Cristo y «sólo en Él, somos liberados de toda forma de alienación y extravío, de la esclavitud del poder del pecado y de la muerte. Cristo es verdaderamente nuestra paz (Ef 2, 14), y el amor de Cristo nos apremia (2 Co 5, 14), dando sentido y alegría a nuestra vida» (RM, 11).

Junto a los santos de todos los tiempos, Paulina reconoció la necesidad de la misión. La obra que ella fundó continúa en la actualidad, ya que la Propagación de la Fe auxilia a más de 900 diócesis en África, Asia, América latina y Oceanía, asignando a cada diócesis un subsidio anual ordinario y subsidios extraordinarios según las necesidades. El dinero procede de colectas y de dones entregados en el mundo entero y reunidos en Roma.

Entre 1822 y 1826, la enfermedad y la necesidad de mayor intimidad con el Señor fuerzan a Paulina a retirarse en el silencio. Las inspiraciones divinas que entonces recibe la empujan de nuevo a la acción. Movida por su apego al santo Rosario, siente el deseo de propagar esa devoción. Al constatar que son pocas las personas que disponen de tiempo y de fervor para rezarlo completo, se le ocurre la idea de repartirlo entre quince personas, que deberían rezar solamente una decena cada día meditando sobre un misterio. «Me pareció que había llegado la hora –escribirá más adelante– de realizar el designio, formado desde hacía tiempo, de una asociación accesible a todos, que uniría a partir de la oración, y cuya única y corta práctica, que a nadie desanimaría, facilitaría a los fieles el acceso a la meditación diaria, aunque esa meditación no fuera más que de algunos minutos, sobre los misterios de la vida y de la muerte de Jesucristo». Así fue como se fundó en 1826 «el rosario viviente». Con la ayuda de un padre jesuita, Paulina agregó a esa obra la distribución de objetos religiosos y de libros piadosos para despertar y mantener la fe. Mediante la oración y la difusión de la buena doctrina, el Rosario viviente contribuirá a innumerables conversiones.

 

Percibir el desamparo

Con objeto de ofrecer un medio de vida a las jóvenes que se han unido a ella, Paulina funda el instituto de las Hijas de María, consagradas al cuidado de los enfermos, en una pequeña casa a la que ella llama «Nazaret», en la colina de Fourvière. Adquiere después una gran propiedad contigua, «Loreto», que se convierte en la sede oficial del Rosario viviente. En el mes de abril de 1834, Paulina se encuentra gravemente enferma, hasta el punto de recibir la Extremaunción. A pesar de ello, viaja a Italia y, animada por el Papa Gregorio XVI, implora y obtiene de santa Filomena su curación. El Santo Padre, lleno de admiración y gozo al conocer ese milagro, la recibe en el Vaticano. De regreso a Lyón en 1836, Paulina constata que «Loreto» se está convirtiendo en un lugar de encuentro y de vida espiritual cada vez más frecuentado, donde los huéspedes son acogidos con respeto y cordialidad. Entre ellos se cuentan san Pedro Juliano Eymard, san Juan María Vianney, santa Teresa Couderc, santa Claudina Thévenet... Siempre en su puesto, Paulina escucha, reconforta, ilumina y abre su corazón y su bolsa. Un día de 1842, una joven llamada Francisca Dubouis le entrega una carta del párroco de Ars: «Señorita Jaricot, le envío un alma, que el Señor ha hecho para Él y para usted... La Virgen la ha guardado hasta el momento de todo mal, guárdela a su vez también usted, y enséñele a amar aún más a Jesús y a María». Francisca se convertirá en la confidente de Paulina hasta su muerte.

Desde hace mucho tiempo, Paulina se ha dado cuenta del desamparo en que han quedado los obreros a causa de la revolución industrial. La situación de los obreros de la sedería es especialmente trágica en Lyón. Algunos reciben alojamiento y alimentos de parte del jefe de taller que los emplea, hacinados con la familia en alojamientos minúsculos y ganando una cantidad irrisoria por dieciséis horas de trabajo al día. Paulina anota lo siguiente: «La miseria debilita poco a poco el coraje y la virtud del obrero. Las personas ricas no pueden sospechar, desde la abundancia y la seguridad, lo que sienten un padre o una madre cuando sus hijos les piden pan, cuando falta el trabajo, o cuando la enfermedad les priva de él... ¡Pan!... Pero para tenerlo hay que mendigar, y no todos poseen la fuerza de acabar así... Creo haber llegado a la conclusión de que, en primer lugar, habría que devolver al obrero su dignidad de hombre, arrancándolo de la esclavitud de un trabajo sin descanso; su dignidad de padre, haciendo que pudiera reencontrar la dulzura y el encanto de la familia; su dignidad de cristiano, procurándole, con las alegrías del hogar doméstico, los consuelos y las esperanzas de la religión». Después de rezar durante mucho tiempo, Paulina decide consagrar su fortuna a la creación de un centro industrial en el que un trabajo regulado con prudencia y retribuido con justicia permitiría que Jesús reinara en los corazones. Aprovechando una ocasión favorable, construirá las bases de una empresa que será para ella un auténtico calvario desde 1841 hasta su muerte, es decir, durante veinte años.

Para el lanzamiento de la empresa, Paulina confía a personas que le han sido recomendadas la suma de 700.000 francos-oro. En un principio, la empresa parece funcionar de manera satisfactoria, pues los informes que se presentan son optimistas. Pero los hombres de negocios en los que ella ha confiado desvían los capitales en provecho propio. «Caí en manos de unos ladrones –escribe–, como el hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó». Paulina pierde su fortuna y se halla hipotecada por las deudas y acosada por los acreedores. En esa dramática situación, su preocupación se dirige en primer lugar hacia los numerosos pobres que le han prestado pequeñas cantidades de dinero para la fábrica; está firmemente dispuesta a devolvérselo para evitar que caigan en la miseria, y, con ese objetivo, toma la decisión de pedir limosna. Pero ese asunto le ha costado su reputación. La dirección de la obra de Propagación de la Fe, que ella misma ha fundado, resuelve de la siguiente manera sobre su solicitud de ayuda: «Puesto que no se le puede reconocer la calidad de fundadora, a la que ella apela, el consejo rehúsa concederle ayuda financiera».

El Papa Pablo VI dirá: «Más que otros, Paulina debía afrontar, aceptar y sobrellevar en el amor una serie de polémicas, de fracasos, de humillaciones y de renuncias que concedieron a su obra la marca de la Cruz y su misteriosa fecundidad». Así pues, todas las puertas se cierran ante quien tantas había abierto para otros, y, ante cada nuevo sufrimiento, ella repite: «Dios mío, perdónalos y cólmalos de bendiciones al mismo tiempo que me someten con más dolores». El santo cura de Ars exclamará un día desde el púlpito: «Hermanos, conozco a una persona que sabe muy bien aceptar las cruces, incluso las cruces más pesadas, y que las lleva con gran amor. ¡Esa persona, hermanos míos, es la señorita Jaricot, de Lyón!».

 

La verdadera felicidad

En 1852, le llega la sugerencia a Paulina de habilitar a través del cercado de «Loreto» un atajo para acceder al santuario de Fourvière, mediante el pago de un derecho de paso. Seducida por aquella idea, Paulina consigue los permisos municipales y emprende el proyecto. Los ingresos que obtiene de ese modo le permiten devolver, al cabo de varios años, la totalidad de las deudas.

Pero la fábrica ha dejado de existir, siendo vendida en provecho de uno de los acreedores. Por tanto, aparentemente, Paulina ha fracasado. En realidad, ha fecundado mediante sus bien asumidos sufrimientos otras obras de la misma naturaleza que se abordarán después de ella. En el seno de la Iglesia, ha sido una de las primeras voces que se han levantado en contra de los abusos de la revolución industrial, preparando de ese modo la Encíclica Rerum novarum (1891) de León XIII, sobre los derechos de los obreros a disponer de un salario justo y de condiciones de vida dignas. En nuestros días, la Iglesia, confrontada a nuevas situaciones, continúa insistiendo en los deberes de justicia y de solidaridad. El 4 de noviembre de 2000, con motivo del jubileo en Roma, el Papa Juan Pablo II declaró a los responsables políticos: «Con el fenómeno de la mundialización de los mercados, los países ricos y desarrollados tienden a mejorar aún más su situación económica, mientras que los países pobres tienden a hundirse en formas de pobreza cada vez más penosas... Hay que conseguir que crezca en el mundo el espíritu de la solidaridad, para poder vencer el egoísmo de las personas y de las naciones... Los cristianos que se sienten llamados por Dios a entrar en la vida política tienen la obligación de someter las leyes del mercado «salvaje» a las leyes de la justicia y de la solidaridad. Es el único medio de asegurar para nuestro mundo un futuro pacífico, destruyendo de raíz las causas de los conflictos y de las guerras: la paz es el fruto de la justicia».

Después de una tregua de 35 años, la enfermedad de corazón de Paulina se agrava. Tras languidecer durante algunos meses, la sierva de Dios recibe de nuevo la Extremaunción la noche del primer domingo de Adviento de 1861. El 9 de enero siguiente, mucho antes del alba, se la oye murmurar: «Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden... ¡María! ¡María! ¡Sí, sí fiat!», y finalmente: «¡María, Madre mía... soy... toda tuya...!». Son sus últimas palabras. A las cinco de la mañana, con la sonrisa en los labios, Paulina exhala su último suspiro y entra, joven, hermosa y radiante en la verdadera vida, la Vida Eterna. El 25 de febrero de 1963, el beato Juan XXIII declaró la heroicidad de sus virtudes, lo que le vale el título de venerable.

Seis años antes de su muerte, Paulina había redactado un testamento espiritual donde puede leerse lo siguiente: «¡Mi único tesoro es la Cruz! Al abandonarme en ti, Señor, me adhiero a mi verdadera felicidad, y tomo posesión de mi único bien verdadero. Qué me importa, pues, oh voluntad amada y amable de mi Dios, que me quites los bienes terrenales, la reputación, el honor, la salud o la vida, que me hagas descender mediante la humillación hasta el pozo y el abismo más profundo... Acepto tu cáliz. Reconozco que soy del todo indigna, pero sigo esperando de ti el socorro, la transformación, la unión y la consumación del sacrificio para tu mayor gloria y la salvación de mis hermanos».

Entre el 17 y el 19 de septiembre de 1999, tuvieron lugar en Lyón y en París diversas celebraciones en honor del bicentenario del nacimiento de Paulina Jaricot. El Papa Juan Pablo II remitió al arzobispo de Lyón, para la ocasión, una carta de elogio a la venerable: «Por su fe, su confianza y la fuerza de su alma, por su dulzura y serena aceptación de todas las cruces, Paulina manifestó ser una verdadera discípula de Cristo... Poner de manifiesto esa figura, marcada desde muy temprano por una voluntad inefable de acción, debe estimular el amor por la Eucaristía, la vida de oración y la actividad misionera de toda la Iglesia, cuya propia finalidad es unirse al Salvador, darlo a conocer y atraer hacia Él a todos los hombres... Estudiando las enseñanzas de Paulina, la Iglesia debe encontrar ánimos para afirmar su fe, que abre al amor de los hermanos, y para seguir su tradición misionera, desde las formas más variadas».

Que san José, protector de la Iglesia y de su Misión, nos conceda la gracia de imitar los ejemplos de la venerable Paulina, y de trabajar incansablemente en pro de la salvación de las almas.

 

Dom Antoine Marie osb

Fuente: http://www.clairval.com/lettres/es/2002/03/14/3130302.htm

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